miércoles, 11 de diciembre de 2013

Por qué es tan difícil erradicar la pobreza

Antonio Argandoña  IESE (UNAV España)
La Brookings Institution publicó hace unos días en su blog una entrada titulada “La Guerra a la Pobreza: ¿qué salió mal?” (aquí, en inglés). La Guerra a la Pobreza fue una iniciativa del presidente norteamericano Lyndon Johnson, que ha cumplido ahora medio siglo de antigüedad (la iniciativa, no el presidente). Ron Haskins, el autor de la entrada, señala que la Guerra empezó muy bien, pero perdió fuerza inmediatamente: el porcentaje de personas en pobreza bajó del 30% en 1964 a un 12,1% en promedio desde finales de esa década, y ya no ha vuelto a reducirse; fue del 15% en los últimos tres años.

Haskins cuenta que en 2012 había en Estrados Unidos 46,5 millones de personas en situación de pobreza, y que en ese año la asignación para combatirla era de 1.000 millones, lo que da un promedio de 22.000 dólares por persona, por encima del nivel de pobreza (que en 2013 era de 20.000 dólares). Ya está, ¿no?

Pues no, porque lo que cuenta no es dar un pez a una persona hambrienta un día, sino enseñarle a pescar. No es justo dar de comer la sopa boba a 46 millones de personas cada año, porque, además, esto animaría a otros muchos a vivir sin trabajar. Lo importante es que esas personas puedan volver a producir y ganar, recuperar el control de su vida y salir definitivamente de la miseria. Y esto no es fácil, a la vista de problemas como la educación (o falta de la misma), la composición de las familias y su reducida capacidad para trabajar. Haskins señala la baja calidad de la educación de esas personas, la existencia de familias desestructuradas, cómo los problemas de los padres se prolongan en los hijos, y las dificultades de esas personas para conseguir un empleo sostenible.


He querido traer esto a colación porque hay personas que piensan que lo que hay que hacer es repartir la riqueza, para que todos tengan lo suficiente. Ya se ve que el problema es otro: cómo devolver a todas las personas la capacidad de generar sus propios ingresos, más allá de la caridad pública.  

lunes, 2 de diciembre de 2013

SABERSE VULNERABLES

ALFONSO AGUILÓ.- “El caudal de las noches vacías” es la última novela de Mercedes Salisachs, que ha escrito con gran dificultad, a sus 96 años y aquejada de una grave enfermedad. La autora ha explicado que quiso escribir esta obra postrera porque tenía necesidad de hablar sobre una situación que observa cada vez con más frecuencia en las relaciones entre hombre y mujer.

El protagonista, Guillermo, es un sacerdote comprometido con su labor pastoral, con dotes literarias y don de palabra, atractivo, culto, pero un poco imprudente, que un buen día se encuentra aceptando, sin un motivo muy claro, ser profesor particular del hijo de una adinerada mujer divorciada. Sin pensarlo mucho tampoco, acepta poco después la invitación de esa mujer para pasar las vacaciones con ellos y así continuar la educación del hijo, que ha experimentado un enorme progreso gracias a las indudables cualidades de su nuevo profesor. Cuando quiere darse cuenta, Guillermo se ha convertido en el hombre de moda de los encuentros sociales de la clase alta de la ciudad. Poco a poco, su segura religiosidad y sus claros principios morales se van resquebrajando ante la sensualidad y el glamour de la mujer y de su entorno. En paralelo, vemos la trayectoria de su mejor amigo, un sacerdote llamado Esteban, que opta por el camino contrario y busca una vida de mayor austeridad y entrega a los demás. 

No es difícil adivinar quién acaba mejor. La novela describe con habilidad ese tipo de enamoramientos que son un autoengaño disfrazado de amor, una solemne trampa. Es verdad que el enamoramiento es una fase maravillosa que puede llevar a descubrir y a afianzar el verdadero amor. Pero también puede ser un estado de elipsis donde los sentidos cobran demasiada relevancia y el raciocinio se ofusca con sensaciones que nublan la mente y eclipsan la sensatez. 

Guillermo se da cuenta de los riesgos que corre, se da cuenta de que se engaña, pero se engaña a su vez pensando que es algo que puede controlar, se cree más fuerte de lo que en realidad es. Se aventura en caminos y enredos que casi siempre nacían de la vanidad, del dejarse llevar por impulsos poco rectos, de reflejos que convertían simples corazonadas en realidades infalibles. Es la historia de una infidelidad a lo que más apreciaba, la historia de cómo una persona inteligente y cultivada se va engañando poco a poco, de cómo las ideas claras son extremadamente vulnerables cuando una persona se deja envolver por la efusión del sexo, el poder, el lujo o la vanidad. La historia de la importancia de proteger nuestros puntos débiles. Porque uno puede resistir largo tiempo, pero luego, por unos cuantos descuidos, caer en el abismo. 

Cada persona debe construir una defensa en torno a sus puntos más vulnerables. Debe aprender de los tropiezos de otros, aprender a verse capaz de cometer los mismos errores que nos sorprenden tanto en los demás y en los que quizá a nosotros nos parece imposible caer. Saber que los halagos de cualquier vicio pueden ensombrecer nuestra razón igual que ha sucedido con otros. Detectar el fatalismo que rodea a esos engaños, que tantas veces son objetivamente absurdos o inviables pero que están avalados por la sinrazón que se ha apoderado de la persona. 

Se puede tener una excelente formación y una excelente tranquilidad y seguridad pero, si no se sabe controlar el corazón, cualquiera puede verse arrebatado por la locura de unos cuantos descuidos, que parecían perfectamente controlados, pero que acaban llevando a decisiones desastrosas. Cuántos desencantos producidos tras la explosión impactante de un cuerpo perfecto, o de una mirada abrasante, que tienen un “después” frustrante: porque en la pasión humana, la rutina siempre acecha, y fácilmente acaba por desentronizar lo que la mirada logró en su día entronizar. 

Reconocer la propia debilidad, saberse frágiles, alejar la altivez de esa prepotencia que nos hace exponernos a situaciones que quizá podemos superar habitualmente pero que no dejan de ser una temeridad innecesaria. Todo eso nos ayuda también a comprender los errores de los demás, incluso los que quizá nos parecen menos razonables, y guardar distancia con lo que vemos que ha perdido a otros.