Antonio Argandoña IESE (UNAV España)
La Brookings Institution publicó
hace unos días en su blog una entrada titulada “La Guerra a la Pobreza: ¿qué
salió mal?” (aquí, en inglés). La Guerra a la Pobreza fue una iniciativa del
presidente norteamericano Lyndon Johnson, que ha cumplido ahora medio siglo de
antigüedad (la iniciativa, no el presidente). Ron Haskins, el autor de la
entrada, señala que la Guerra empezó muy bien, pero perdió fuerza
inmediatamente: el porcentaje de personas en pobreza bajó del 30% en 1964 a un
12,1% en promedio desde finales de esa década, y ya no ha vuelto a reducirse;
fue del 15% en los últimos tres años.
Haskins cuenta que en 2012 había
en Estrados Unidos 46,5 millones de personas en situación de pobreza, y que en
ese año la asignación para combatirla era de 1.000 millones, lo que da un
promedio de 22.000 dólares por persona, por encima del nivel de pobreza (que en
2013 era de 20.000 dólares). Ya está, ¿no?
Pues no, porque lo que cuenta no
es dar un pez a una persona hambrienta un día, sino enseñarle a pescar. No es justo
dar de comer la sopa boba a 46 millones de personas cada año, porque, además,
esto animaría a otros muchos a vivir sin trabajar. Lo importante es que esas
personas puedan volver a producir y ganar, recuperar el control de su vida y
salir definitivamente de la miseria. Y esto no es fácil, a la vista de
problemas como la educación (o falta de la misma), la composición de las
familias y su reducida capacidad para trabajar. Haskins señala la baja calidad
de la educación de esas personas, la existencia de familias desestructuradas,
cómo los problemas de los padres se prolongan en los hijos, y las dificultades
de esas personas para conseguir un empleo sostenible.
He querido traer esto a colación
porque hay personas que piensan que lo que hay que hacer es repartir la
riqueza, para que todos tengan lo suficiente. Ya se ve que el problema es otro:
cómo devolver a todas las personas la capacidad de generar sus propios
ingresos, más allá de la caridad pública.
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