ALMO.- PERCY AÑEZ CASTEDO Desde La Riqueza de las Naciones (1776), Adam Smith rompe con la visión
newtoniana de entender la mano de obra como mera capacidad de fuerza bruta e
incluye todas las capacidades adquiridas por los habitantes de un país como su
capital más importante. Después del legado del ilustrado escocés, durante mucho
tiempo, solo hubo continuadores de su teoría.
Recién a mediados del siglo XX,
Theodore Schultz, fue quien superó la diferencia entre capital y trabajo bajo
la formulación del concepto de Capital Humano. Un pensamiento verdaderamente
revolucionario, ya que en gran medida, gracias a él, hoy nuestras empresas
entienden o al menos aceptan la importancia de que el dinero que se gasta en la
educación, salud y formación del trabajador no es gasto, sino inversión. El
trabajo deja de ser una capacidad medida en términos de fuerza bruta, para
convertirse en el objeto de las inversiones, entendiendo que todas las mejoras
laborales sirven para alcanzar mayor productividad, y cómo no, tener una idea
más amplia de dignidad humana. A partir del concepto de Capital Humano surgen
importantes derivados.
Thomas Stewart definió el Capital
Intelectual como los activos intangibles que permiten funcionar una compañía, y
podemos atrevernos a decir que también una sociedad. Para Stewart el
conocimiento es capital porque se acumula y puede ser almacenado para su uso.
Asimismo, Robert Putnam y Francis
Fukuyama, son los padres del concepto de Capital Social, que se basa en las
normas recíprocas de conducta, especialmente en la actitud de confianza. Un
entorno empresarial y social donde la palabra constituye una obligación, donde
cada quien cumple su promesa, desarrolla relaciones de trabajo fluidas, se
reducen los costes de transacción y el éxito es casi seguro.
Llegar a comprender que el beneficio
que genera la confianza sí puede ser calculado, es primordial para eliminar las
trabas diarias que aquejan nuestras transacciones y emprendimientos.
Consideremos todo lo que se gasta en notarios, abogados y trámites burocráticos.
Desde la escolaridad se nos enseña maneras de cómo desconfiar, pero no cómo uno
puede volverse confiable y serlo verdaderamente. Cuando podamos intuir o medir
el costo social que genera la falta de confianza, empezaremos a fomentarla. Ahora
bien, no se trata simplemente de confianza, sino de ser digno de ella, caso
contrario, estaríamos obligados a añadir en este punto a narcotraficantes,
mafiosos u otros grupos irregulares que funcionan también bajo el criterio de
la confianza.
Alejo Sison considera que el incremento
de la confianza genera cohesión social, facilita las iniciativas empresariales
e impulsa la competitividad económica, pero observa que debe haber algo más
allá de la confianza, algo que sea la verdadera fuente de valor entre las
personas, e identifica el Capital Moral. Para Sison no hay capital humano,
intelectual o social que sea capaz de suplir la carencia de capital moral. Sin
el capital moral, todas las formas de capital que se erigen como fortalezas
organizativas pueden convertirse en causas de la propia destrucción.
Por ello, contar primero con capital
moral en una colectividad, hace que sea más fácil conseguir capital humano,
intelectual y social, no al revés. En otras palabras, la formación ética y antropológica
está por encima de los saberes de carácter técnico; estos últimos deben estar
subordinados, no por una condición de inferioridad, sino porque las formas de capital
humano aisladas del capital moral pueden tomar una deriva peligrosa y nociva
para la sociedad.
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