CARLOS ALBERTO MONTANER .- Es posible que el Socialismo del
Siglo XXI, sus vecinos ideológicos, y el circuito del ALBA estén de capa caída. Hay una cierta fatiga con el
lenguaje tontiloco del chavismo. El péndulo se mueve en la otra dirección. El
espectáculo venezolano, con los sangrientos atropellos de Maduro contra
estudiantes desarmados, es demasiado repugnante.
Antes le sucedió a Cristina Fernández en
Argentina, a Manuel Zelaya en Honduras (quien sacrificó a su mujer Xiomara Castro en las elecciones), a José
María Villalta en Costa Rica, a López Obrador en México y a Aníbal Carrillo en
Paraguay. Ese polvoriento discurso estatista, hecho de quejas y
confrontaciones, ya no suele convencer, aunque todavía conserva su atractivo en
algunos parajes indiferentes ante la experiencia.
Son síntomas típicos de las sociedades con
tendencias autodestructivas que practican alegremente la extraña costumbre de
hacerse el harakiri. Es muy probable, por ejemplo, que una variante extrema del
chavismo triunfe en El Salvador, donde el comunista Salvador Sánchez Cerén, ex
guerrillero de línea dura, encabeza las encuestas para los comicios del próximo
9 de marzo, lo que augura una época de conflictos, turbulencias y retroceso
económico en el país más pequeño de América Latina.
En todo caso, Correa, el gobernante que más
tiempo ha ocupado la casa presidencial de manera continuada en la historia de
Ecuador, y el que más ha hecho crecer el gasto público aprovechándose de la
bonanza petrolera, perdió 9 de las 10 ciudades más pobladas del país y la mayor
parte de las prefecturas, como allá se les llama a las provincias. Entre las
ciudades están Quito, la capital; Guayaquil, el corazón económico; y Cuenca, la
tercera gran urbe del país. Eso es un mazazo electoral.
¿Por qué Correa perdió esas elecciones, al
margen de la tendencia latinoamericana actual a desplazar al chavismo de las
casas de gobierno? Casi todo el mundo le reconoce que ha hecho infraestructuras
importantes, que se ha esforzado por mejorar la educación, y que ha tenido el
coraje de enfrentarse al sindicato de maestros, a los ambientalistas y a los
indigenistas cuando le ha tocado defender el interés general de los
ecuatorianos. Eso no lo discuten.
El problema es su carácter autoritario, su
incapacidad para encajar las críticas, su trato áspero con quienes le
contradicen, incluida una joven periodista que le hizo una pregunta incómoda en
una rueda de prensa y la humilló públicamente llamándola “gordita horrorosa”.
¿Qué manera es ésa de tratar a una dama?
Correa debe tener unos niveles estratosféricos
de cortisol, la hormona del berrinche, del mal genio. (¿Por qué no le examinan
las suprarrenales a ese hombre? A lo mejor es una cuestión sencilla de botica).
Como Salvador Dalí, que todos los días se levantaba muy feliz de ser Salvador
Dalí, Rafael Correa amanece tremendamente satisfecho de ser quién es, y no
puede admitir que un caricaturista le gaste una broma o un articulista, con
razón o sin ella, lo critique.
En lugar de comportarse como un servidor
público, seleccionado para cumplir y hacer cumplir las leyes, como corresponde
a un ordenamiento republicano, Correa se jacta públicamente de desobedecer las
reglas del Consejo Electoral y del Parlamento, porque le parecen “obsoletas”.
¿Por qué el ciudadano de a pie tiene que someterse a las leyes y el presidente
está exento de esa obligación?
Ya Correa explicó que, como había sido elegido
Presidente, era, al mismo tiempo, el jefe del Poder Judicial y del Legislativo,
de toda la nación. O sea, el déspota ilustrado, dueño de las instituciones, el
tirano benévolo de la razón y el orden, que imponía su buen juicio en beneficio
del pueblo, como aquellos monarcas del antiguo régimen felizmente desplazados
por la democracia liberal tras las revoluciones del siglo XIX.
Correa terminará su mandato en el 2017. Si no
rectifica acabará siendo tremendamente impopular. Ya se le ve la oreja al lobo.
Sería una pena.
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